En el proyecto del diablo Oscar Campo representó a Cali como un paraíso hippie que en los años ochenta se transformó en un infierno de la droga. Hizo algo parecido en El ángel del pantano: detrás de la bonanza elefantiásica del narcotráfico, cuando la alta sociedad se hizo la de la vista gorda con la presencia de los mafiosos, había una ciudad calcinada por el bazuco y por la violencia. Ahora, con su documental una tumba a cielo abierto, el cineasta caleño realiza el ejercicio de ver los horrores que se han tapado desde hace años en el río Cauca, donde se tiran deshechos corporales, deshechos industriales, pero también cadáveres putrefactos, producto de afrentas entre bandas criminales, de feminicidios y de ajustes de cuentas entre grandes hacendados y grupos armados ilegales.
La película está planteada como un viaje por el río Cauca. El espectador va en una balsa, mira las orillas plagadas de gente pobre, de gallinazos y de desperdicios. Mientras tanto, se escuchan historias de personas que sacaron cuerpos del río, que vivieron violencias, e incluso de delincuentes que cobran sobornos a otras organizaciones criminales para dejar pasar armas o drogas. También se escucha la nostálgica voz del realizador, que-como en su documental Cuerpos frágiles-alza el velo, ve lo siniestro y nos los cuenta sin caer en sentimentalismos, ni en ese heroísmo ecologista que últimamente tienen algunos documentales colombianos. Esa voz es la de un escéptico; la de un hombre que, al reflexionar sobre las imágenes, es capaz de desmontar esa idea superficial de una Cali salsera, alegre e inclusiva.
Cuando aparecen las imágenes de otros ríos, sobre todo en ciudades de Europa como Sicilia o París, uno podría pensar que el director está alardeando de sus viajes de turismo. Y sí, por unos segundos, se percibe cierto alarde, aunque, cabe decirlo, no es gratuito. El mismo narrador se da cuenta de eso y concluye que a veces, durante la realización de su película, se siente como un turista instrumentalizando lo que ve, imponiendo su mirada superficial sobre un paisaje del que en realidad no entiende nada. Se siente "agarrando pueblo".
Por otro lado, el hecho de mostrar el Mediterráneo, lo hace hablar de otro desastre humano: el de los africanos que en pequeños barcos huyen de sus países y cuyos cuerpos quedan enterrados en el agua, antes de llegar a la tan anhelada Europa. Es decir que lo siniestro que ocultan los ríos y los mares no es algo propio de Cali sino del mundo, un mundo que mata cuerpos y los desaparece sistemáticamente, sin el menor remordimiento. Campo hace un contraste entre la superficie del agua, por donde circulan los botes con turistas blancos, adinerados y pulcros, y la profundidad, donde se hunden cadáveres de negros pobres y andrajosos. Y el espectador, como en un ejercicio brechtiano, regresa despierto al presente, al silencio maligno del río mudo...
Hay un plano, cuando están en Juanchito, en aquellas ruinas de lo que fueron los bailaderos de Salsa durante los noventa, en que una mujer se levanta la blusa y muestra las tetas. La imagen es oscura, difusa, como si estuviera filmada a escondidas, detrás de alguna de las discotecas. Uno supone que es una prostituta del lugar y que está haciendo un guiño a la cámara. De pronto ese plano, al igual que el del chico que sube por un puente para luego lanzarse en vuelta canela frente a sus espectadores, no aportan a la mirada profunda que propone el documental sino que insisten en eso mismo que la voz en off critica: volver el paisaje un espectáculo, agarrar pueblo. Sería interesante preguntarle al cineasta por qué dejó ese par de planos.
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