En mi casa no se almorzaba en el comedor sino en la sala de televisión. Mientras uno mordía su pedazo de carne, en la pequeña pantalla se podían ver manos flotando en un río o cuerpos descabezados debajo de un árbol de banano. Luego, en los comerciales venía el relax: la publicidad para comprar un Aveo a cuotas o imágenes paradisiacas de un viaje a San Andrés todo incluido. No recuerdo que a ninguno de nosotros le diera indigestión o se vomitara después de ver esos contrastes entre muerte y consumo. Sin embargo, viendo nuestra película, me da por pensar que todavía tengo una especie de trauma, cierta indiferencia frente a los actos violentos de mi país. ¿Somos víctimas o victimarios?
Cuando uno ve que nuestra película está dirigida por Diana Bustamante, es decir, por la productora de extraordinarias películas colombianas como Los viajes del viento, el vuelco del cangrejo, la tierra y la sombra, la sirga, Memoria, nace cierta curiosidad. Y cuando uno ve que la película fue realizada solo a partir de material de archivo, por un equipo tan pequeño, la curiosidad se duplica. Hace pensar que uno está frente a alguien que hace lo que se le da la gana, pues ella puede pasar del rodaje estilo Hollywood al film más independiente y experimental posible, sin pedirle permiso a nadie. Muestra una rebeldía digna de la nueva ola francesa, y eso crea bastantes expectativas. Otro punto que acrecienta la curiosidad es la presencia de David Hurst como productor, pues este señor francés de origen anglosajón también ha sido responsable de sacar adelante ciertas películas colombianas como la roya o Anhell 69. Tiene uno la sensación de que está frente a algo realmente especial. Y no es una sensación, es un hecho. Nuestra película es un artefacto especial.
La idea del documental es que veamos un noticiero colombiano de los años ochenta y noventa desde el punto de vista de una niña, una niña que mantenía sola en la casa y que tenía cierto gusto por el color rojo. Desde el principio se crea entonces un contraste que produce horror: se supone que la niña es inocente, cándida y dulce, como los colores de los vestidos de los niños que cantan el himno nacional en las escaleras del Senado. Y la realidad colombiana, transmitida por los periodistas, era violenta, extremadamente violenta: ataúdes, ataúdes y más ataúdes de los miembros de la Unión Patriótica, pero también de líderes sindicales y de personas de la provincia. Desde el inicio del documental, uno entiende que se transmite cierta perplejidad por el hecho de que una niña viera esas imágenes. Y se desprenden bastantes preguntas: qué trauma pudo causar en esa niña el hecho de ver tanta ultra violencia. Por qué el noticiero banalizaba la violencia. Por qué los muertos de la provincia colombiana no tenían nombres y los de Bogotá sí. Por qué esa fila de ataúdes y esos ríos de sangre. Por qué matar una gente que decidió hacer la paz e integrarse a la sociedad. No hay respuesta. Nuestra película es un documental que solo pregunta.
Hacia el final, cuando el noticiero muestra representaciones del asesinato de Carlos Pizarro por parte de sicarios del narcotráfico, en imágenes animadas como si fueran un videojuego, es decir, como algo divertido, surge nuevamente el horror. Cómo una muerte violenta puede ser algo entretenido, un espectáculo cuyo lenguaje invita a sentir una estúpida felicidad. Y pienso en el señor Lipovetski, cuando decía por esa época que esta es la era del vacío, una época narcisa, enfocada en el individualismo feroz, en lo ligero y lo banal, donde lo colectivo es poco importante, pues lo importante es consumir, distraerse y mantener el pico cerrado. Me parece que el noticiero colombiano expresa esa era del vacío, tan enfocada en entretener, en vender imágenes de felicidad y de consumo. Y pienso que Diana Bustamante critica esa forma de hacer imágenes; por eso llama su artefacto nuestra película, porque rechaza el individualismo y llama a cierta generación, a cierta idea de pensar en grupo sobre qué nos pasó como sociedad, qué estamos haciendo como país, por qué somos como somos, qué vamos a hacer para curarnos.
En una parte del documental, cuando
vemos al niño sicario Byron leyendo caricaturas, un periodista le pregunta si
se arrepiente del asesinato a sangre fría que cometió. El niño mira a la
cámara, intenta asentir, luego niega, uno piensa que ni siquiera ha entendido
la pregunta y él opta por volver a su caricatura y guardar silencio. Ese
silencio, nuevamente, genera tantas preguntas. Qué pasa en la sociedad para que
los niños se conviertan en asesinos a sueldo de narcotraficantes y asesinen miembros
de un grupo político como la Unión Patriótica. Qué pasa por la cabeza de Byron
que no es capaz de razonar, ni siquiera de tomar una decisión para responderle
al periodista. El es otro niño víctima de la banalización de las imágenes; pero
él también nos mira a nosotros los espectadores, tan inocentes y tan normales y
tan libres de toda culpa con lo que sucede a nuestro alrededor, y nos recuerda
que alguna vez, como colombianos, hemos sido víctimas, pero cuando miramos sin
reflexionar, cuando consumimos imágenes banales en completo silencio, también
podemos ser cómplices de la violencia, es decir, también podemos ser
victimarios.
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