La documentalista Catalina Villar se pregunta por qué le practicaron una lobotomía a Ana Rosa, su abuela paterna. Los médicos psiquiatras de la familia no dan una respuesta clara: por sus dolores de cabeza, por su comportamiento, porque quería ser una pianista profesional, por su adicción a la morfina, porque no era una mujer como las de su época. No se sabe muy bien. El caso es que se la practicaron. Y a partir de ese momento, Ana Rosa quedó vegetal, no volvió a tocar piano ni a hacer nada. Murió años después. Silencio.
Por lo que uno sabe, El Bogotazo fue la inauguración de una carnicería entre hombres liberales y conservadores. Se mataban en el campo y en la ciudad, con unas técnicas bastante terroríficas, como el corte corbata, que era sacarle la lengua por la garganta a alguien, o simplemente, tumbando cabezas con un machete. Fue una fiesta de crueldad y de ignominia. No obstante, no se tiene rastro de que a alguno de esos hombres le hayan hecho una lobotomía para mejorar su comportamiento, para mermarles la violencia y así apaciguar su afán de destruir; o para que se comportaran como "buenos esposos", proveedores de la casa. Villar deja claro que la cosa fue contra las mujeres. Lo argumenta bien cuando habla de la familia Kennedy, que decidió hacerle una lobotomía a una familiar que tenía un comportamiento errante. Se ven periódicos de la época, donde se publicitaba la lobotomía para mujeres como si se tratara de un producto nuevo que todos deberían consumir por su practicidad, por su utilidad en el hogar. Más silencio. Más indignación.
Además de dar un panorama sobre la mujer de esa época, Villar también construye una imagen poética de la locura, de sus distintas aristas. Se puede percibir sobre todo en la escena en que va con un psiquiatra a un manicomio rural ya en ruinas. El psiquiatra cuenta sus recuerdos en ese trabajo; cuenta cosas horribles como que una paciente le arrancó la cabeza a una rata. Pero en el segundo plano es donde aparece la poesía de Villar. Vemos un caballo negro sin silla, bastante salvaje. El caballo mira a la cámara y percibimos cierta fuerza, cierta violencia, cierto ímpetu, pero al mismo tiempo, sentimos ternura por ese ser solitario; sentimos belleza por su cuerpo, por su forma de habitar el espacio de manera tan estética. De inmediato se piensa que esa puede ser una alegoría de la locura: algo indomable y brutal. También, si se quiere, el caballo puede ser una imagen de la misma Ana Rosa, esa mujer artista que la destruía su adicción a la morfina.
En dos momentos del documental aparece la figura de Camilo Torres, el cura guerrillero. Primero, cuando dan a entender que la familia del cura era amiga de la familia de Ana Rosa: era gente rica, de buena familia, con ideas nuevas sobre la sociedad. Segundo, al final, pues Camilo fue el encargado de dar la misa el día del velorio de Ana Rosa. Puede uno pensar que Ana Rosa es un reflejo de Camilo: alguien proveniente de familias tradicionales y católicas que quiso cambiar el mundo, buscar la utopía. Porque Ana Rosa quería ser una gran pianista, vivir de su oficio, como lo intentó en Estados Unidos, antes de que la deportaran por falta de papeles. En cierto sentido, Villar nos muestra a Camilo para decir que su abuela también fue una guerrillera, una soñadora, y que eso le costó la vida.
La herida de la que habla al principio, una suerte de crisis de identidad por la muerte de sus padres y por la sensación de no pertenecer a ningún lugar, parece cicatrizada—no entiendo muy bien por qué—cuando aquella investigadora académica da su testimonio de haber empezado una tesis sobre las mujeres y los manicomios en Colombia, luego haber caído en depresión y haber pasado por un manicomio, donde tomó apuntes del horror vivido en esos lugares para luego utilizarlos en la escritura de su propio libro. El alivio y la lucidez de su rostro producen una sensación de finitud, de haber entendido algo profundo sobre la vida.
La deuda saldada con el tío Ernesto es un gesto documental, un trabajo de memoria. Porque durante mucho tiempo, Ernesto, el hijo menor de Ana Rosa, fue la oveja negra de la familia. Todos lo culparon de la muerte de ella. Y eso se convirtió en la historia oficial. Sin embargo, Villar lo entrevista y amplía la realidad. Se revela que Ana Rosa sufría de espantosos dolores de cabeza. Y para Ernesto, el único que vivía con ella, era insoportable verla sufrir. Entonces él le conseguía morfina, no porque fuera un dealer o un irresponsable, sino porque quería apaciguar su dolor. Es decir que, al final, el error de Ernesto, en realidad fue un acto de amor. El fue el único de los hijos que hizo un acto profundamente humano: preocuparse por el dolor del otro, hacer algo al respecto, no quedarse de brazos cruzados. Actuar. Y el documental sirve para dejar testimonio de eso; sirve para hacerle justicia a él y entenderlo.
Me quedan muchas preguntas. Por ejemplo, si la película no fue concebida como una alucinación de la propia Villar cuando está hospitalizada por un problema neurológico. Si Villar le tiene miedo a la muerte, y por eso en el documental parece como si fuera un alma en busca de un cuerpo nuevo, un cuerpo donde sembrar una nueva identidad. No sé. Me encantaría preguntarle por la luz de su película, pues me parece la misma de un sueño o de una pesadilla, y me encantaría saber de dónde se inspiró, si de la luz de una sala de velación o de alguna pintura de El Bosco.
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