Un ángel subterráneo es un documental que retrata a Álvaro Álvarez, un hombre esquizofrénico que vive en el Cottolengo, un refugio para locos y personas abandonadas, ubicado a las afueras de Cali. Mientras vemos algunos rostros de alienados en el refugio, o imágenes aceleradas de la ciudad, escuchamos la historia de Álvaro, su punto de vista sobre su enfermedad y la sociedad de consumo, y sus comentarios tan eruditos sobre la literatura de Jack Kerouac, de Dostoievski o de Nietzsche. La música de un piano angustiado (el mismo de la película Pura sangre) y de una chillona trompeta de jazz, le agregan al relato un tono misterioso y delirante. Estamos—como lo dice el subtítulo del film— en los suburbios de la locura.
Álvaro cuenta que intentó llevar una vida normal: estudiar en el colegio, en la universidad, buscar un trabajo, etc, pero sus voces interiores se lo impidieron. No pudo adaptarse a la vida cotidiana; se volvió un rebelde y por eso le tocó irse a la periferia, al refugio donde se encontró con locos y delincuentes, con los subterráneos, con los no deseados de la ciudad. Desde allí enuncia, desde allí ve el mundo. Y desde allí nos ve a nosotros, la gente que supuestamente es normal. Pero su discurso es tan coherente y tan bien hilado, que genera preguntas sobre nuestro orden establecido, sobre nuestros trabajos de ocho horas en oficinas, sobre nuestra obsesión por lo material, y sobre la absurda idea de solo levantarse de la cama para salir a conseguir dinero.
Oscar Campo logra que empaticemos con Álvaro (porque desde el comienzo entabla un diálogo con él, incluso lo invita a ponerle el título al documental) y sobre todo logra que ese discurso no sea escuchado como el de un delirante sino como el de un hombre totalmente lúcido, una suerte de personaje de memorias del subsuelo. Su discurso se justifica sobre todo con algunos planos filmados desde un edificio, donde las personas que cruzan la calle se ven como pequeños puntos, como pequeños borregos obedientes, dando cuenta de esa locura cotidiana que manejamos. Lo mismo con la aceleración de los planos que hacen ver las personas como actores de un film burlesco, representando una comedia; o yendo a toda velocidad hacia ninguna parte, quizás hacia el infierno del dinero, de la ambición, y de lo material en que se había convertido la ciudad de Cali a principios de los noventa a causa del narcotráfico. Y al final, parece que Álvaro es el cuerdo, pues él es consciente de su marginalidad y de su verdadero lugar en el mundo, a diferencia de nosotros, los normales perdidos en las exigencias vacías de la vida cotidiana.
En un momento, Álvaro se acerca « al niño lobo », un niño negro que los periódicos han llamado así porque se ha comido a mordiscos las manos y las cabezas de la gente. Nos explica—como un médico psiquiatra— que él es un niño con el cerebro muy pequeño, que tiene un retraso mental, y por eso a veces se comporta de esa manera. Pero no tiene nada de lobo, ni de peligroso, dice, mientras lo sostiene en sus brazos como un bebecito. Lo acaricia y lo mima con una ternura profundamente humana. Le da amor e incluso juega con él. También narra que la madre abandonó « al niño lobo » porque no tenía tiempo ni disposición para cuidarlo. Y da cuenta de la tristeza, de la soledad que se puede vivir en aquel refugio, pues hasta ahora nadie sabe qué hacer con las personas que sufren de enfermedades mentales, que no aceptan o no son capaces de soportar las sofocantes reglas de la sociedad. Ni las familias, ni los gobiernos, ni siquiera ellos mismos saben qué hacer. Como lo expresa una mujer del Cottolengo que, incluso, quiere acabar con su propia vida para dejar de sufrir. Ese es un problema de salud que hasta hoy parece no tener solución.

En otro momento, Álvaro dice que « la vejez es una tragedia », pues la gente termina sola, aferrándose a cualquier cosa, especialmente a esa falsa idea de Dios y del paraíso. La primera parte de la frase inevitablemente hace pensar en Andrés Caicedo, cuando decía que vivir después de los veinticinco era una insensatez. Y me da por pensar que si Caicedo hubiera seguido vivo, tal vez sería un personaje periférico como Álvaro, tal vez hubiera cruzado el umbral de la locura y hubiera terminado en un psiquiátrico, atiborrado de pastillas, con electroshocks, aunque, apenas caigo en cuenta, de todas formas, como lo muestran sus cartas, Caicedo terminó precisamente los últimos días de su vida en esas inhumanas condiciones. Al final, quedamos con una sensación de derrota y de profundo negativismo con respecto al futuro, sensaciones bastante características de los films de Oscar Campo. Pero, sobre todo, como lo dije más arriba, en este retrato alucinado se desprende la ternura y la humanidad de Álvaro. Esa es la fuerza y el valor de este film extraordinario, ganador de un premio en el festival de cine de La Habana.
Los sesenta fueron el esplendor de la liberación sexual, la utopía y el poder de la imaginación. Los ochenta el infierno de la violencia del narcotráfico, de los ataques terroristas de las guerrillas marxistas y del liberalismo salvaje. A principios de los noventa, cuando se filmó este documental, comenzó la locura de las masacres de los paramilitares de extrema derecha y el ascenso de uno de sus miembros a la presidencia de Colombia. Desde entonces parece que los colombianos nos hemos sumergido en el agujero de la locura, sin ninguna esperanza de encontrar sosiego ni sobriedad. No hay salvación. Solo hay indiferencia e individualismo. Quizás después de la muerte de Caicedo vamos hacia ningún lado y Oscar Campo ha intentado decírnoslo de todas las maneras posibles.
Comentarios
Publicar un comentario