Alma del desierto de Mónica Taboada es un documental que ha sido muy bien recibido en festivales nacionales e internacionales. Ha ganado premios y reconocimientos, especialmente el león queer en el festival de cine de Venecia. Y es merecido: Georgina, su personaje principal, una mujer Wayuú transgénero que busca conseguir una cédula de ciudadanía donde aparezca reconocida como mujer, es hermosa. Sus pisadas en las estrías del desierto, su sombra agitada e inmensa, son rastros de una vida de lucha y de resistencia, aunque también de soledad y de aislamiento. Las conversaciones con sus familiares en la región desértica de la Guajira dan cuenta de otros problemas sociales como la pobreza, la contaminación del agua, el robo de tierras y el abandono del territorio por parte del Estado. La historia se organiza como un viaje a pie por el desierto donde surgen preguntas sobre el amor, la existencia y la libertad individual y colectiva. Grande Georgina.
Hablemos entonces de lo que hace ruido en este documental. Lo primero: a veces se filma el desierto como desde la mirada de un turista. Pienso, por ejemplo, en esos planos generales de Georgina en la arena amarilla, donde se ven sus pisadas y algunos granos agitados por el viento; o en el plano de los flamencos chapuceando al borde del mar. Imágenes machacadas un sinfín de veces en documentales tipo Colombia Magia Salvaje. La combinación de esos dos planos hace pensar que la realizadora está allí por primera vez y que se deja asombrar por lugares comunes tan obvios y tan banales que no cuentan nada nuevo. Parece como si ella no hubiera tenido tiempo de desarrollar una mirada más compleja sobre la relación entre su personaje y el paisaje, y el espectador queda confundido, como si en un segundo lo hubieran transportado a otro tipo de documental más convencional. Por otro lado, esos planos de turista no acompasan con Georgina, un personaje que precisamente va en contra de esa mirada superflua que puede lanzar alguien cuando va a un lugar por primera vez; por eso la cacofonía entre lo que se dice (un personaje a contracorriente) y lo que se ve (un paisaje totalmente corriente) desvirtúa el sentido porque parece haber más una intención de agarrar paisajes de realismo mágico y de venderlos como mercancía en el exterior que de retratar la singularidad del personaje.
Segundo, al final, cuando escuchamos la voz de la realizadora Mónica Taboada, la sensación es como de algo que se desinfla; porque, en hora y media, solo se ha seguido de cerca, con mucho tacto, a Georgina, sin intervención, como en un documental observacional; por eso esa secuencia parece como si al mago, justo cuando el público lo aplaude por hacer un truco excelente, se le cayera una de las cartas por debajo de la manga. Se ven las costuras de algo que hasta el momento parecía invisible y uno queda con la sensación de que algo está arruinado. Porque supongamos que la intención de la realizadora era mostrar que había una cercanía afectiva entre las dos, y que esa intromisión solo era para avisarle al personaje que ya la cámara iba a desaparecer de su relación, listo, genial; pero la verdad ese comentario pudo habérselo dicho después, sin la presencia del espectador, sin arruinar la escritura observacional tan bien cuidada que venía desarrollando. Parece como si su ego la hubiera poseído por un segundo y ahora nos dijera que la película es propiedad suya y que es ella quien decide cuándo y cómo termina. Es decir que, al final, la realizadora opaca a su personaje, lo pone en un sitio secundario y contradice todo lo que hemos visto hasta ahora. Ese es otro plano que hace ruido y que desvirtúa un poco el sentido general del documental.
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