Después de ver la imagen perdida de Rithy Panh, queda uno con la sensación de que hay gente que sufrió de verdad durante su infancia. Al narrador le tocó ver la llegada de los Jemeres Rojos a Camboya, una suerte de ejército comunista de tendencia maoista cuyo líder, un hombre llamado Pol Pot, acusado de haber mandado a matar a más de 2 millones de personas, convirtió el país en una especie de campo de concentración nazi, donde estaba prohibida la individualidad y donde se trabajaba día y noche para la revolución. La gente comía una pequeña porción de arroz diaria y no tenía derecho al ocio ni a pensar diferente: estuvo completamente esclavizada entre 1975 y 1979. El narrador vio morir de una forma brutal a sus padres y a muchas personas inocentes.
El material utilizado son imágenes de archivo de la época: planos generales de camboyanos como pequeñas hormigas trabajando en campos de concentración; marchas de Pol Pot y de sus secuaces revolucionarios (los únicos que no aguantaban hambre ni vivían mal en aquel infierno); niños cavando huecos, exhaustos, a punto de caer muertos de hambre y de sed; extractos de documentales de propaganda realizados por el régimen para promover la supuesta ideología revolucionaria; pero también hay imágenes a color de películas de bailarinas que arrebataban al narrador cuando era niño; e imágenes de maquetas de muñecos realizados con barro y agua, que reconstruyen aquellas escenas de la infancia del narrador: enternecedoras escenas domésticas con sus padres y su familia, pero también escenas siniestras de desapariciones provocadas por los Jemeres Rojos.
Entre el archivo en blanco y negro (que representa ese pasado traumático) y las imágenes de los muñecos a color (que representa ese pasado proustiano de la infancia), se va elaborando el trauma y se mezclan la memoria colectiva de tantos muertos y la memoria individual de alegría por el recuerdo de los familiares: una posible imagen encontrada. Y acompañando este vaivén de imágenes (ese vaivén como las olas del principio) se escucha una voz en off que recuerda todo el tiempo, que intenta cristalizar los detalles de esa época, que nos guía desde lo más aterrador hasta lo más fino y tierno, como la mirada de su padre, un educador excepcional, muerto en una huelga de hambre. Y es a partir de nombrar el horror del pasado que el realizador por fin puede enterrar el trauma, hacer la elaboración de esa imagen perdida, y seguir adelante en su carrera de cineasta.
En algunos momentos se interviene el archivo de la época de los Jemeres Rojos poniendo imágenes coloridas de los muñequitos de barro cuando sonríen o cuando están felices de estar juntos y en familia, compartiendo una cena. Ese gesto, de entrar en una imagen que atestigua tanta crueldad y de darle cierto color y cierta alegría, es la propuesta estética de Rithy Panh para resolver traumas del pasado; pues no basta solo con recordar el horror y repetirlo una y otra vez sin cuestionarlo; hay que alterarlo, modificarlo, revisitarlo para que diga otra cosa diferente. En este caso, ese archivo se transforma en una especie de cuerpo descuartizado que es reconstruido a partir de la palabra y del color; un cuerpo que ya puede ser enterrado en paz, para que deje vivir el presente.
Los Jemeres Rojos eran como una aplanadora de la individualidad. Para ellos no existía la diferencia, ni la identidad propia, ni siquiera otra versión de la historia que ellos promovían. Solo existía la esclavitud del trabajo interminable en el campo y la mentira de que solo había una forma de ver la realidad. Y castigaban aquel que no se sometiera a su régimen: o era enviado a la supuesta reeducación o simplemente era asesinado por traicionar la causa revolucionaria. Rithy Panh propone todo lo contrario con este documental: cuenta un relato autobiográfico, personal e íntimo; reconstruye su identidad perdida y, dentro de su pequeño mundo de muñequitos de barro, expresa la libertad y la felicidad de estar vivo, de ser un sobreviviente del horror.
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