New York, Usa, 1973. Departamento de Bienestar Social, donde las personas pobres van a pedir ayuda económica para el trabajo, el arriendo, la comida, la salud o cualquier contratiempo. Las entrevistas son acaloradas. Los funcionarios, antes de soltar el dinero, piden cartas que faltan, dicen que vayan a pedir ayuda a otro departamento, que busquen trabajo, que resuelvan como puedan. Las personas piden ayuda, exigen su cheque, dan sus razones, explican su historia y el por qué están así de jodidas. Los funcionarios insisten en que hace falta un papel, en que así son las reglas, en que así son las leyes de la Constitución. Crece el conflicto, la incomunicación, la afrenta. Hay gritos, peleas, manotazos.
La cámara de Frederick Wiseman reacciona ante estos sucesos. Tiende a ponerse del lado de las personas pobres, a hacer zoom en su cara, a registrar sus testimonios de la forma más directa. En el habla surgen otros problemas: racismo a los negros, a los latinoamericanos, a los indios; desprecio hacia las personas con discapacidad física y con enfermedades mentales. Desprecio general a los pobres, a los ex convictos, a cualquiera que tenga algún tipo de problema. La institución simplemente no considera lo humano; solo demuestra que es un sistema incapaz de ayudar a sus ciudadanos porque ni siquiera los funcionarios entienden cuáles son los problemas que se expresan. Una burocracia kafkiana.
La conversación entre un veterano blanco de la segunda guerra mundial y un joven negro policía que estuvo en la guerra de Vietnam muestra que los problemas vienen de atrás. El veterano blanco está loco, desvaría y dice frontalmente que es racista, que el problema de Estados Unidos son los negros. Que deberían matarlos porque andan golpeando hombres viejos blancos como él. El joven negro policía guarda su cordura durante toda la conversación. Da a entender que él sí entendió la guerra de Vietnam como un horror, algo inhumano, una carnicería sin sentido. El veterano blanco, en cambio, se mofa y continúa con su desprecio a los negros. La cámara de Wiseman lo enfoca, le hace zoom, intenta entender qué hay detrás de ese racismo absurdo.
Uno como espectador entiende que el viejo está triste, melancólico, viviendo en la indigencia porque el Estado no se hizo cargo de esos hombres que llegaron traumatizados después de la terrible segunda guerra mundial. El viejo desarrolló odio y rabia. Y para no sentir ese trato de menosprecio por parte del Estado, como hacen todos los xenófobos, vuelca su dolor transformado en violencia hacia las minorías, en este caso, hacia los negros. Necesita creerse mejor que ellos para olvidar que luchó por Estados Unidos en una guerra y que no obtuvo nada a cambio. Ni siquiera las gracias. Un buen representante de los White Trash, esos blancos pobres y marginales que, frustrados, eligen presidentes ultrarracistas como Donald Trump para que los salve de un supuesto enemigo que no existe.
El espacio, es decir la oficina del Welfare, es un lugar cerrado, opresivo. Cuando Wiseman cierra el plano es como si quisiera hacerlo a uno sentir la presión que ejerce el sistema sobre los ciudadanos. El sistema los exprime, los estruja y solo queda más pobreza y más violencia. Fracaso. Sin embargo, las personas pobres no solo son víctimas. Algunas tienen la fuerza para exclamar justicia, como la chica negra que ayuda a su madre enferma de diabetes hacia el final del documental, cuyos ojos intensos—como de Black Panther—expresan el entendimiento de la dignidad, de luchar por una causa justa, de hacerle frente a un sistema opresor. O el hombre del final, que no entiende lo laberíntico del sistema y que termina dialogando con Dios sobre su destino... Dicen que los documentales de Wiseman miran de forma estéril, como una cámara de seguridad. Yo creo que esa cámara señala muy bien lo que mira y nosotros lo entendemos a la perfección.
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