Guillermo dice que la Estancia es un laberinto. Se puede entrar fácilmente, pero es casi imposible salir. Los seres que la habitan son solitarios, silenciosos, oscuros. Dan pasos que hacen chirriar la madera, pasan por espejos donde sus siluetas se deforman, hacen rebotar la luz lechosa sobre los muros que luego se transforma en desamparadas sombras. Poco a poco uno se pierde entre los pasillos. Se adapta al ritmo atemporal y a la arquitectura de un Medellín antiguo, olvidado, totalmente opuesto al Medellín contemporáneo, con su obsesión por el progreso y la perfección. Lentamente, nos encontramos con Guillermo, Alvaro, Raúl y Javier. Conocemos sus cuartos, sus baños. Escuchamos sus historias frente a frente. Ellos desde la cama, nosotros desde la silla. Casi que tocamos sus arrugas y sus corazones adoloridos. Casi que sentimos el olor a encierro, a polvo, a perfume barato, a ceniza y a anís. Nunca se sale indemne de un laberinto.
Guillermo está casado con Alvaro desde hace más de treinta años. Raúl es el mozo de Guillermo. Los tres son una satánica trinidad, como unos maricas eruditos y mal hablados, provenientes de los libros de Fernando Vallejo. Rodeados por imágenes cristianas de la virgen y de ángeles, ellos cuentan sus historias de amor por bares clandestinos de la ciudad (hoy inexistentes) o experiencias de rechazo por su gusto por los hombres y la parranda. Guillermo, el más extrovertido de todos, cuenta que del laberinto quiere salir directo al infierno, para chuparle el chimbo a Satanás. O, como un Jean Genet paisa, cuenta cómo rellena con otros productos tarros de perfume vacíos y los vende para comprarse su media de aguardiente diaria. Es consciente de que la cámara eterniza los cuerpos. Los realizadores no preguntan, ni mueven la cámara. Solo miran, escuchan. Eso crea un espacio de conexión entre personajes y espectador, que produce carcajadas (por la forma vallejiana de hablar de Guillermo) o tristeza (por las heridas emocionales de Raúl). Se me olvidaba Javier, el mormón, un personaje profundamente religioso, casto, acumulador de cartas de antiguas enamoradas, que se pregunta a quién le va a dejar sus pertenencias cuando salga del laberinto.
Durante la proyección pensé que estos personajes eran como frágiles minotauros que (al igual que Dédalo) la sociedad paisa encerró en un laberinto porque los consideraba seres peligrosos, indignos de ser vistos en el cotidiano de tinte conservador y religioso de la época. A los tres amantes por ser maricas y al mormón por no casarse, ni conformar una familia tradicional. Sin embargo, como en el cuento la casa de Asterión de Borges, pensé que ese laberinto también puede ser un símbolo de soledad, de aislamiento y de incomprensión. Y el minotauro, no necesariamente alguien peligroso, sino alguien marginal solo porque es diferente de otros. En ese sentido, los hermanos Carmona logran que se desprenda lo más humano de estos minotauros estigmatizados. Resignifican su marginalidad dándoles un espacio dónde reconstruir esa Medellín que vivieron en su juventud y que ya no existe. La cercanía de la cámara los convierte en unos minotauros indefensos, singulares, tiernos, cuya identidad es un cuerpo que el espectador abraza con su mirada.
En otros momentos, sobre todo cuando entraban al cuarto lleno de basura, donde (creo que) dormía Alvaro, pensé mucho en el documental Grey Gardens y en sus personajes Edie y Edith, dos mujeres que viven en una mansión abandonada al borde del mar, en unas condiciones prácticamente de indigencia; y que, a causa su desaseo, los vecinos le pidieron a la policía que las desalojara. Jackie Kennedy, la glamorosa mujer de la sociedad gringa de esa época, era su familiar e hizo lo imposible para que la prensa no se diera cuenta del estado en que ellas vivían. Las negó y prácticamente las marginalizó de la historia oficial. Les concedió esa estancia perdida en la nada, para que ejercieran la soledad del minotauro. Luego los hermanos Maisles las descubrieron, las filmaron e hicieron un documental asombroso sobre la doble moral de la sociedad estadounidense.
El paralelo entre estancia y Grey Gardens me pareció posible, pues los dos documentales tienen unos personajes estigmatizados que resultan ser geniales, una casa vieja llena de basura pero acogedora, una sociedad ultra conservadora fuera de campo y dos hermanos empáticos que filman. Me pareció que con este documental, los hermanos Carmona lograron lo mismo que los hermanos Maisles: crear una amistad con unos personajes cuyos gestos aparentemente anodinos pueden ser interpretados como la memoria de una época y de una ciudad ya desaparecida.
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