Camboya, 1975. Pol Pot, el líder del ejército comunista de los Jemeres Rojos, hace un golpe de estado. El país ahora se llama Kampuchea Democrática. Y todo aquel que no adopte la ideología revolucionaria es considerado un enemigo. Rápidamente, se forman campos de concentración, donde la gente trabaja sin descanso y solo come una porción de arroz diaria. No pueden tener pertenencias, ni propiedades, todo le pertenece al partido. Comienzan las masacres a los médicos, los intelectuales y los artistas, de todo aquel que piense diferente; se abren centros de detención como el S-21, donde interrogan, torturan y desaparecen a los supuestos enemigos. Los únicos que viven como reyes son Pol Pot y sus Jemeres Rojos. En 1979, al final del régimen, el balance es de 2 millones de personas asesinadas injustamente. Nadie es juzgado por esos crímenes. Ni siquiera el mismo Pol Pot, que muere sereno a principios de los años 90. Camboya queda traumatizada, pues nadie habla de lo sucedido, ni de paz, ni de reconciliación, ni de perdón. Impunidad total. Silencio.
Veinticinco años después, Rithy Panh regresa con su cámara al centro de torturas S-21, que ahora es un museo de la memoria de las víctimas desaparecidas por los Jemeres Rojos. Allí se encuentra con Vann Nath, un pintor camboyano (sobreviviente de las torturas) que dialoga con otras víctimas y con los victimarios que sometían a las personas inocentes. Todos recuerdan a través de la palabra esa época infame; cuentan su experiencia de torturado o de torturador desde su punto de vista. Las víctimas lloran, se toman su tiempo en recordar; por eso los planos se alargan, porque la cámara está en función de filmar la palabra, de filmar un relato que (por lo traumático) toma tiempo en tejerse. Los guardias victimarios, en cambio, se justifican. Dicen que por esa época eran demasiado niños y les tocaba seguir órdenes porque o si no los mataban. Vann Nath los interpela recordando a Hannah Arendt y su concepto la banalidad del mal, que refiere a crímenes de lesa humanidad cometidos por personas obedientes, capaces de discernir si la orden burocrática dada estaba dentro de la moral y la ética humana. Varios aceptan que su actuar fue inhumano, un horror, pero evaden su responsabilidad porque ellos también se consideran víctimas.
Luego, como en un ejercicio teatral, Rithy Panh filma a estos guardias repitiendo la ronda que hacían por las celdas, los vejámenes que le lanzaban a los prisioneros y las formas como torturaban. Aquí la cámara es más activa, pues se nota que previamente han preparado una puesta en escena para representar aquellos gestos. La reconstrucción de esos gestos les hace caer en cuenta que la finalidad de seguir esas órdenes era producir el horror en otros seres humanos. Y al final, uno queda con la sensación de que la época de los Jemeres Rojos no solo se trataba de un conflicto entre buenos y malos, si no de algo más complejo, de un proceso donde gran parte de la sociedad camboyana se degradó, perdió el norte de la moral y la ética, y quedó en todas las esferas invadida por el mal, por una especie de demonio burocrático difícil de exorcizar, incluso hasta el día de hoy.
En este documental, Rithy Panh hace un ejercicio de memoria personal sobre un hecho histórico lamentable, pero también hace un estudio minucioso sobre el mal, sobre cómo el mal se desarrolla en personas aparentemente normales y cómo las convierte en monstruos obedientes, capaces de cometer los peores crímenes de lesa humanidad. Después de tantos testimonios terroríficos, Vann Nath el pintor es el único personaje que inspira esperanza y ganas de seguir viviendo en un país como Camboya. Queda uno con la sensación de que algo se ha movido, que de pronto puede haber paz y reconciliación si se habla sobre el trauma y si se transforma en algo como sus cuadros, en algo bello, en algo que aporte verdad a los demás.
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