El avioncito de papel se desliza por el viento y es capaz de volar alto durante un tiempo indefinido. Es frágil y libre, como un pequeño pájaro. Sus alas lo muestran invencible, inhumano. Representa libertad, ambición y arrogancia. Pero tarde o temprano el avioncito se estrella contra el suelo. Su caída es inevitable. No aprende nada sobre los límites. Algunos envidiosos lo pisotean en nombre de la ley. El avioncito quiere nuevamente volar, estar suspendido en el aire, descansar de la vida cotidiana, de la monotonía de los seres humanos. Alguien le reconstruye las alas y lo lanza de nuevo al aire. La caída es peor y el avioncito recomienza su vuelo.
Wang está en una cama de enfermo. Tiene insuficiencia renal. Vomita en una bolsa plástica. Tantos años de consumir heroína le destruyeron el organismo. Mira a la cámara y le sugiere a Zhao Liang el título del documental. Avión de papel. Una metáfora de él y de su grupo de amigos, unos jóvenes chinos nacidos en los años setenta, ahora con menos de treinta años, adictos a la heroína y enemigos de la policía. Los policías los persiguen para meterlos supuestamente a rehabilitación, aunque, en realidad, solo quieren cobrar el dinero que les paga el Estado por capturar consumidores de drogas. Wang vuela entre las nubes que aparecen cuando se inyecta heroína, luego cae a la realidad china del año 2000: una sociedad donde no hay trabajo para los jóvenes, donde los viejos tienen una pensión irrisoria, donde la ley solo sirve para oprimir a los más débiles, donde no hay futuro.
Zhao Liang filma a estos jóvenes adictos a la heroína entre 1997 y 2001. Registra sus intentos de dejar la sustancia, sus intentos de escapar de la policía, sus mudanzas, sus peleas con sus padres, sus intentos de vender cassettes piratas bajo la nieve, sus intentos de ser alguien en una sociedad que solo los rechaza y los persigue. Ellos terminan en rehabilitación, en la cárcel, en el campo de trabajos forzados, en el hospital, en ataúdes. Es un volar y caer eternos. Tienen algo de Sísifos que empujan la roca hasta la cima y vuelven a repetir ese círculo vicioso hasta el infinito. Como una metáfora del capitalismo salvaje que surgió a finales de los noventa: un agujero negro imposible de llenar. Parece que no hay escapatoria, ni solución a ese nuevo sistema. Solo queda estar del lado de estos jóvenes, seguirlos pacientemente en su vuelo, seguirlos en completo silencio, sin juzgarlos ni criminalizarlos. Solo acompañarlos. Ver los cortos momentos de calma que tienen, como cuando tocan música punk en pequeños bares, cuando escuchan música (la misma de los personajes de Trainspotting) mientras se drogan, o cuando muestran que, a pesar de tanto desarraigo, ellos creen profundamente en el amor y la amistad. (Yiang Liang es una romántica enamorada que solo necesita dormir para aclarar las ideas).
Siempre me pregunto por qué me gusta tanto este documental. Creo que se debe sobre todo a la cercanía que tiene Zhao Liang con los personajes. Se nota que son amigos y que hay confianza entre ellos. Esto hace que uno pueda hacer parte de esa pandilla y pueda entender que ellos son seres humanos que sufren como nosotros; que a pesar de su adicción son seres dignos de respeto y de afecto y no criminales peligrosos, como quiere hacerlos ver la ley china. Es esa mirada resistente frente al poder, donde prima la ternura hacia las personas, la que me conmueve y me asombra cada vez que veo este film. También el hecho de que Liang no les hace preguntas estúpidas de periodista (como hace poco vi en un documental de la BBC sobre el fentanilo), ni los juzga por sus decisiones de vida; esto genera empatía hacia ellos, una suerte de comprensión sobre el dolor humano. El documental les devuelve la dignidad que el poder les quiere quitar. Los trata con justicia.
Los periodistas, cuando les piden un audiovisual sobre la droga, van a una calle peligrosa, entrevistan un par de dealers, dan cifras sobre el narcotráfico, dejan claro que hay una línea moral entre ellos y los consumidores de drogas, una línea que los divide del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo salvaje y de lo humano; su mirada es fría y utilitarista. Van en busca de una noticia superficial, sin ver la complejidad del asunto. Zhao Liang, en cambio, cruza esa línea, convive con sus personajes, descubre su ternura y su alma atormentada; su cámara es como un amigo muy paciente que acompaña al otro en sus conflictos. No da cursos de moral ni de ética. La intimidad de la relación con sus personajes se revela sobre todo por el tiempo en que los filma (casi cuatro años) y por las escenas en interiores: los cuartos son tan pequeños que uno siente que ellos tocan la cámara, que con su corazón adolorido tocan nuestra mirada y la transforman. Al final entendemos la fragilidad humana de esos avioncitos de papel, destinados a caer por las leyes de un sistema capitalista que los condena solo porque no producen como todos los demás.
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