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"Canciones, guerra y locura en Estados Unidos", Titicut Follies (1967) de Frederic Wiseman


Los hombres van desnudos casi todo el tiempo. Los encierran en celdas. Les dan pastillas para atenuar su locura y su criminalidad. Los afeitan para que con las cuchillas no le vayan a hacer daño a nadie o para que no se vayan a suicidar. A algunos los bañan. A los que no quieren comer los alimentan a través de una manguera que les meten por la nariz. Los psiquiatras les hacen preguntas absurdas. Los guardias se burlan de ellos, los humillan. En algunos momentos tienen espacios de esparcimiento, como en un cumpleaños cuando comen torta y se ríen, o en presentaciones cuando cantan disfrazados y se mezclan con los guardias y el personal del lugar, pero por lo general viven en pésimas condiciones. Unas condiciones que, como dice Vladimirun paciente esquizofrénico, empeoran su estado de ánimo. Y despiertan la locura de manera más intensa.


Este es el primer largometraje documental de Frederic Wiseman. Dicen que en la época fue prohibido porque atentaba contra la dignidad de los hombres aparecidos allí, aunque en realidad fue censurado porque mostraba cómo las instituciones psiquiátricas y carcelarias eran infiernos a blanco y negro, donde los hombres, en vez de recuperarse de sus condiciones terminaban locos o muertos. No fue sino hasta 20 años después que Wiseman pudo mostrarlo en salas, sin que fuera perseguido ni acusado de inmoral. Hoy en día Titicut Follies es un documental clásico del cine directo, es decir de ese cine documental en que el realizador no utiliza ni voz en off ni carteles para explicar nada, y que da la impresión de no intervenir en las situaciones, aunque es en el montaje donde selecciona y elige el pensamiento que quiere expresar.



Hay una secuencia en que los guardias le avisan al psiquiatra—un tipo que parece más un general del ejército— que uno de los reclusos lleva tres días en huelga de hambre. Dicen que es un « veterano ». Por su avanzada edad, uno puede asumir que es un veterano de la segunda guerra mundial. Un veterano que seguro no pudo adaptarse a la sociedad americana porque llegó con traumas. Entonces el psiquiatra ordena que lo inmovilicen en una camilla mientras pasa la punta de una manguera por frascos de aceite y de vaselina y enseguida se la mete al veterano por la nariz y la estira hasta el estómago. Por el embudo le mete un líquido que parece comida licuada. También le mete agua. Y en un momento dice guiñando un ojo que también debería meterle whisky. Mientras uno ve al veterano sufriendo por esa forma terrible de ser alimentado, Wiseman a través del montaje inserta planos del mismo veterano, pero esta vez un tanatopractor prepara su cadáver, le cose los párpados, lo maquilla, lo viste y lo mete en un ataúd. No sabemos cómo murió, pero intuimos que seguramente fue por una mala práctica como la que le hace el psiquiatra con la manguera. Wiseman no explica nada, pero a través del montaje se ve ese paso de la vida a la muerte que significa estar en una institución tan siniestra como esa. Hay una crítica evidente a esas prácticas psiquiátricas que parecen más de la época medieval que de la época contemporánea y el argumento se expresa desde el lenguaje cinematográfico.


Hay otra secuencia en que guardias y locos están en un escenario, disfrazados, mientras cantan muy sonrientes. Los uniformes confunden, pues todos los hombres parecen iguales; es casi imposible diferenciar quién es loco y quién es cuerdo. Resulta que el rostro más extraño, el que se arruga con cierta maldad y cierta picardía, no es el de un loco criminal sino el de un guardia. El tipo baila, canta, se mueve de manera histriónica, hace chistes raros y nos hace pensar que todo es relativo, todo es ambiguo: los locos están locos porque son paranoicos, asesinos, violadores o porque no tienen principio de realidad. Pero los locos también son los guardias, representantes de la ley, que humillan a los reos de manera escabrosa. E incluso los psiquiatras que—nuevamente Vladimir denuncia— utilizan pruebas psicológicas irracionales, con preguntas como sobre cuántas veces al día van al baño o si son homosexuales. Wiseman vuelve el límite entre la locura y la cordura algo mucho más poroso, sobre todo cuando utiliza el zoom y posa el plano sobre los rostros, como si nos dijera, este solo es un ser humano y no sabemos nada de él, realmente nada. No podemos juzgar ni tener prejuicios. Es algo más complejo que responder sí o no a un cuestionario y en función de eso decidir sobre su estado mental. Y viendo la época, cuando el gobierno de los Estados Unidos vive la paranoia contra el comunismo y desata guerras absurdas como la de Vietnam, también se puede pensar que los del exterior, los que están fuera de campo, también están locos, o son los verdaderos locos porque están llevando la sociedad al absurdo.


Titicut Follies, como lo dijo Rogert Ebert, es un film de la desesperanza, pues lo que tenemos al frente no es una ficción sino la realidad estadounidense, algo que se busca ocultar e incluso negar, pero que está ahí delante de los ojos del espectador y que no invita a pensar de manera positiva ni en los seres humanos ni en las instituciones creadas supuestamente para reeducar y sanar. Yo pienso, sobre todo en la secuencia en que el psiquiatra entrevista al violador, que Wiseman quiere expresar cómo un país se ha convertido poco a poco en algo horrible, en una suerte de padre que viola a su propia hija, sin ni siquiera hacerse la pregunta por qué lo hizo, sin entender por qué se volvió alguien malo, y sin embargo, preocupado porque sabe que cuando está en libertad lo único que desea es cometer crímenes.



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