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"implorar a los muertos que llueva sobre los cultivos", Lettre à Senghor (1997) de Félix Samba Ndiaye



El documentalista senegalés Félix Samba Ndiaye (realizador de la serie de cinco cortometrajes Trésors des poubelles, 1989), mientras viaja (en carro, en balsa, a pie) por la ciudad de Dakar, entre lo urbano (edificios modernos, comercio) y lo rural (campesinos, carretillas, caballos, ovejas y casas humildes), entre la luz dorada y los rostros negros, le habla en voz en off a Léopold Sédar Senghor, el ex presidente de Senegal (1960-1980), el mejor poeta de la lengua francesa, el gramático, el abuelo al que se le puede confesar todo, aquel que mezclaba el canto y el combate para ejercer la política, “el que no tenía vergüenza”, como traduce su nombre. 

Félix Samba lo recuerda desde lo ambivalente de la infancia (odiándolo por su obsesión por la lengua francesa y amándolo por su amor a la cultura), pero también a través de las voces de su mayordomo, de su guardaespaldas, de su griot, de cineastas, de sociólogos, de imágenes de archivo en blanco y negro (cuando Francia permite que las colonias se independicen a través del liderazgo del General de Gaulle o cuando los militares apresaban manifestantes y Senghor parecía no darse cuenta), de fotografías, de bailes, de combates y de algunas canciones tradicionales. Samba le reprocha decisiones políticas como la de querer unir Malí y Senegal, pero también le agradece el haber puesto en la agenda del país la idea de promover el arte, de que la gente se educara y reflexionara sobre la identidad negra, sobre independizarse definitivamente de los colonos.
     
                    

Cuando llega a un cementerio ubicado en Dyilor, el pueblo donde nació Senghor, frente a la tumba derruida de su tío, acompañado del sol arenoso y de un hombre de hablar poético, Félix Samba cae en cuenta que el hombre de Estado está próximo a morir en Normandia (Francia) y que en Dyilor no hay ni una estatua, ni un aviso que recuerde al poeta, al hombre que cambió la Constitución, al académico; no hay nada, solo espejismos, arena y olvido. Una sensación de estar rodeado de fantasmas (gracias a los planos generales del espejismo llamado Fata Morgana, que produce la ilusión de ver a las personas caminando en el aire). Al final, el hombre de cultura se refleja en el niño campesino de Dylor, la vida y la muerte se confunden, hay un regreso al origen como si el relato se mordiera la cola; sabemos que el próximo muerto sobrevivirá a través de la magia embalsamadora del cine, no obstante, sigue permaneciendo un misterio en el zigzaguear del viento, algo que nunca llegamos a saber del todo sobre el hombre que en sus poemas mágicos le imploraba a los muertos que lloviera sobre los cultivos. 









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