Jhon F. Kennedy se pasea entre sus admiradores. Firma autógrafos, se toma fotos, sonríe. No parece un joven senador que aspira a ser candidato a presidente por el partido demócrata de Estados Unidos. Parece más un rockstar, una especie de Jim Morrison, un ídolo del pueblo. Es carismático, seguro de sí mismo, hace chistes graciosísimos, su mujer Jackie es hermosa. Tiene el aspecto de ser un hombre perfecto. La cámara lo filma levemente en picado, lo sigue, está muy cerca de él, casi que lo toca.
Hubert Humphrey, también aspirante a candidato presidencial en el mismo partido, es su contrincante. Es un señor mucho más mayor que Jhon, más sobrio, menos carismático, menos rockstar. Sin embargo, puede ser convincente frente a un grupo de agricultores que quieren apoyar su campaña. Puede hacer reír a los periodistas con su ironía y tiene algo de director de cine, pues, en muy pocos segundos, planea un rodaje para la televisión diciendo qué hacer, dónde poner la cámara y cómo utilizar el sonido para conmover al espectador y así obtener su voto.
El montaje pone en tensión la carrera de estos dos políticos por ganar las elecciones primarias del partido Demócrata en el estado de Wisconsin. El contraste de personalidades y el suspenso por quién será el ganador hacen avanzar el documental.
Desde el inicio, hay una diferencia grande entre el espacio interior y el exterior que los personajes habitan. En el exterior, cuando están en tarima frente a un público, los candidatos son seductores, unos encantadores de serpientes, vendedores de humo, como cualquier político de cualquier parte del mundo. Se vuelven más actores; sus máscaras son mucho más evidentes. En el interior, en cambio, parecen más verdaderos. Hubert, dentro de un carro, se puede echar una siesta porque está endemoniadamente cansado de caminar y de hablar con gente desconocida. Abre la boca dormido y se ve ridículo, tierno, como un abuelito. Jhon, en un cuarto de hotel, es filmado de espaldas a la cámara; también está serio, se mueve de un lado a otro: oculta que está preocupado, inseguro; titubea porque no sabe si es el ganador de las primarias. Fuma, se agarra la sien. Se ve como un niño frustrado, como si quisiera llorar. Este ir y venir de un espacio al otro hace que el espectador pueda ver a los personajes en toda su complejidad, con su luz y su sombra. Los dos dejan de ser esos personajes perfectos que venden esperanzas en la tarima y se transforman en seres humanos normales, imperfectos.
Para acentuar el aspecto humano de los personajes, está el plano en que Jackie Kennedy habla frente al público con una seguridad total. Ella sonríe, parece una diva, una actriz de cine. Sin embargo, vemos que detrás suyo están sus manos engarzadas, sus dedos se enroscan, se mueven titubeantes, como si, en realidad, ella no estuviera completamente convencida de lo que dice. La cámara logra captar ese gesto ambiguo, ambivalente, que el público atrapado por el espectáculo no puede ver, y nuevamente le da relieve al personaje, lo complejiza. Esa pequeña intimidad hace que el espectador genere empatía hacia ella, pues da a entender lo estresante que puede ser estar sonriendo de pie frente a un público, vendiendo "grandes esperanzas", como dice el jingle de Kennedy.
Por último, Hubert, como ya se dijo, tiene algo de director de cine. Sabe manipular a través de la imagen para llegar al público. Monta una puesta en escena, es decir algo artificial, actuado, enmascarado, para que los agricultores crean que él es cercano a ellos, para que ellos crean que su discurso es verdadero y así ganar su simpatía. Cabe resaltar que esa idea de manipulación no convierte a Hubert en alguien malévolo, que quiere dominar a las masas para someterlas. Simplemente nos da otra arista del ser humano, la de la ambición, la de querer conseguir algo utilizando la persuasión, atacando las emociones, lo sensible del otro. Nos muesta un lado oscuro pero verdadero del ser humano. Y hace que el espectador pueda echarse una gran carcajada, pues en algún momento este también habrá manipulado a alguien haciendo una puesta en escena como esa.
Es curioso que la cámara observacional de Robert Drew (conocida por impulsar el « cine directo », es decir ese cine que no interviene en la realidad que filma, que no hace entrevistas, ni escribe un guión, ni le dice qué hacer a nadie, solo sigue muy de cerca a los personajes) sea el dispositivo apropiado para descubrir los gestos invisibles en el mundo de la política, donde todo acto es una puesta en escena, donde el control de la realidad es casi total, donde todo es una gran ficción. Es como si la no intervención del director permitiera ver la total intervención de los personajes en la realidad, sus estrategias ficcionales para encantar a los votantes. Al final, queda uno con la sensación de que las elecciones presidenciales no son un momento para desplegar reflexión y sabiduría sobre los problemas reales de un país sino que son un espectáculo muy parecido al teatro o al circo, donde hay actores-políticos con máscaras que repiten mentiras aprendidas (como en un guión de ficción) aparentemente verdaderas, donde lo esencial no es que el público piense y desarrolle un pensamiento sobre su entorno sino que se divierta con chistes estúpidos y pegajosas canciones con mensajes vacíos.
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