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"Exploración sentimental en Marsella", L'heure exquise (1981) de René Allio

                                        

Antiguas salas de cine, anticuarios, escaleras en espiral, calles laberínticas y techos de tejas anaranjadas: Marsella es un paraíso dorado, una ciudad que mira al mar, donde están guardados como tesoros los recuerdos del narrador con sus abuelos, sus padres y su tío desaparecido. La cámara hace paneos suaves, como si la memoria se desplazara de una imagen a otra con la misma ternura con que unos niños corren por un interminable puente blanco de los suburbios marselleses. El piano alarga sus notas, las repite y se crean formas circulares, trapecistas, intentando extraer de las fotos familiares a blanco y negro todo el afecto del que están cargadas. “La hora exquisita” es ese momento de belleza y de asombro que podemos tener cuando meditamos y observamos el mundo con toda su sencillez, su quietud y su perfección. Es un verso que se puede encontrar en la obra del poeta Paul Verlaine.

                En la Canebière, el centro de Marsella, se comercia, se intercambia, hay ruido y hormigueo, la gente va a hablar y a encontrarse, es un fervor visto desde el movimiento arrullador de un bote. En el cementerio, cuando el sol empieza a caer, las sombras lamen las lápidas de los antepasados, el silencio detiene las manos que golpean las teclas del piano y surge la muerte como un mudo intentando controlar su boca. Nuestro narrador evoca el origen campesino de sus ancestros, la tenacidad de su abuela en la cocina con respecto al orden, su voz es apenas un murmullo que hace richochet en las aguas tranquilas del parque, en las olas que traen noticias sobre la guerra y sobre el tío perdido, en busca del amor. René Allio no realiza un documental, como él mismo dice, sino una exploración de los sentimientos que se pasean por la ciudad donde llegaron sus familiares migrantes, sentimientos que cuelgan de las narices de gárgolas en forma de fuente, o que ruedan por las escaleras donde un monumento a los colonos puede ser el lugar de encuentro de dos enamorados.

                                        

                Nicolas Philibert, el gran documentalista francés, aparece como productor delegado de este film. Ya antes había trabajado como asistente en una película de Allio: Moi Pièrre Rivière. Prácticamente fue Allio quien lo introdujo al cine y le enseñó las dos o tres cosas que debía saber para realizar la gigantesca obra documental que ya conocemos: Nénette, le pays des sourds, la moindre des choses, sur l’adamant, être et avoir, la maison de la radio, etc.

                En unos momentos, la puesta en escena tiende más hacia el cine de ficción, como cuando el niño toca la puerta y detiene el disparo del tío. El abrazo que se dan es casi un abrazo que René Allio les da a sus recuerdos de infancia y a su historia familiar. La elección de no mostrar los rostros, ni de excederse en los diálogos, de darle un espacio al silencio, llena la secuencia de afecto y hace que uno como espectador llore, por lo menos hacia el interior. La tragedia individual del tío está bien elaborada; no hay exageración, por ende, mientras las vías del tren se mezclan y se vuelven un laberinto por donde se pierden los viajeros, uno puede mirar la vida a través de los ojos del personaje y salir digno, lleno de un goce estético melancólico.

                Resulta que un gran castigo al niño que fue René Allio lo hizo desarrollar una obsesión por repetir el gesto producto del castigo, como un Jean Jacques Rousseau en la nalgada de las confesiones. La mancha de pintura sobre el garaje del abuelo fue un horror para la familia, pero un placer para el niño. Eso lo hizo dedicarse a la pintura, a elaborar cuadros donde las manchas caían libremente, como recuerdos inventados por la memoria. La pintura no necesita continuidad, ir como una flecha narrativa, sino concentración, síntesis, color. L’heure exquise es una pintura realizada por un cineasta o una película realizada por un pintor. El manejo de la luz marsellesa y de los movimientos frágiles de la cámara, manchados por esos pincelazos salvajes de la infancia, despiertan en el espectador un gusto por hacer su propia exploración sentimental en su ciudad de origen, en busca de esa hora ideal en que la memoria sonríe feliz.


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