1983. El viajero vagabundea sin rumbo por los Alpes. Se detiene en balnearios, en hoteles, observa los anillos de niebla que rodean la sublime montaña. Filma trayectos sobre la carretera con su cámara 8 mm. Filma la arquitectura, los túneles, la vastedad del paisaje. En la prensa lee que una mujer de 17 años llamada Valérie, mesera en un hotel recóndito, amante de un escritor canadiense, desaparece súbitamente. Nunca se supo qué sucedió con su paradero. Nada. Sin embargo, 20 años después, el viajero regresa a los Alpes, indaga sobre ella. Pero nuevamente no hay rastro alguno. Nadie la recuerda. Solo hay conjeturas sobre su historia.
Este documental tiene entrevistas filmadas en planos cerrados que resaltan la fragilidad del rostro de las personas; también tiene planos generales de las imponentes montañas de los Alpes, de recorridos en ralentí por la carretera fantasmal y algunas coloridas y temblorosas filmaciones en 8mm, que representan la época lechosa en que Valérie desapareció. Las sutiles notas musicales—presentes sobre todo cuando el narrador-viajero habla— generan misterio, como si todo fuera incierto, como insinuando lo difícil que es acercarse a la realidad, lo imposible que es dar una mirada objetiva sobre lo vivido, sobre lo que ya pasó. La voz del narrador es proustiana, casi meditativa, y genera rápidamente conexión con el espectador. El tono es tan apacible que seguimos al personaje en su búsqueda de rastros sobre aquella joven mujer que quizás fue una asesina o una víctima de asesinato; nos volvemos unos detectives suspicaces e intuimos, imaginamos, recogemos pistas, creamos memoria, creamos rastros de la ausencia. Y la combinación entre planos filmados en video y en 8mm hace que uno perciba el desolador paso del tiempo, lo efímero y lo frágil de la vida, la posibilidad de que un ser humano pueda perderse fácilmente, ya sea por voluntad propia o a manos de un escritor de novela negra obsesionado con el crimen. Queda uno con la sensación extraña de lo finito, de lo fugaz, de lo que se va en instantes, como en un cuadro impresionista. Lo indeterminado de este documental se convierte en una forma de enriquecer, de complejizar la realidad.
En un
momento de la película, la historia de la desaparición de Valérie—ese elemento que a veces parece
ficción, como una excusa del realizador para generar encuentros— pasa a segundo
plano, pues las personas—como no saben nada de la chica— hablan de sus
historias personales: cuentan sus experiencias como meseros o trabajadores en los
Alpes, o incluso hablan de personas cercanas desaparecidas o asesinadas, de emociones fuertes como la tristeza de un duelo, de
no tener un futuro prometedor debido a la soledad. Es decir que el documental
también retrata un espíritu de las comunidades que viven en las montañas, de
una forma de ser y de vivir distinta de la forma en que viven las personas en
la ciudad. Estas personas se relacionan mejor con el silencio, con lo que no
tiene explicación, con lo mágico y lo misterioso, con la posibilidad de crearse
una nueva vida, con la posibilidad de ser otro. Sus miradas son nostálgicas,
melancólicas y sus voces son casi susurros, como si temieran ser oídos por los
ecos que emite la feroz montaña, como si fueran conscientes de su pequeñez en el
universo. Al final, parece como si la mayoría entendiera que la vida de un ser
humano es ínfima comparada con la naturaleza romántica que los rodea, y por ende
viven en una enigmática humildad.
Por último, y esto es lo más emocionante de este tesoro de película, algunos personajes se atreven a especular, a conjeturar, como si contar ficciones fuera un juego, algo compartido con el realizador, una especie de puente entre los seres humanos para crear memoria colectiva y así resistir contra la ausencia, contra el olvido, contra la nada. Por ejemplo, cuando le dicen al documentalista si él no está inventándolo todo, o cuando crean escenas de novela negra y se carcajean diciendo que es un chiste, que esa no es la realidad. O cuando pueden meterse en la piel de un personaje de novela y entender estados de ánimo extremos como la locura a causa de una ruptura amorosa. Eso da a entender que el documentalista está haciendo un film CON las personas, que las involucra en su relato, las hace partícipes de su viaje emprendido y se genera el tan anhelado “encuentro” que tienen los buenos documentales. El film deja el rastro de que no hay rastro.
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