Por más de cinco años, el documentalista Henri-François Imbert filma a André Robillard, el artista de arte bruto que fabrica fusiles a partir de material reciclado y que vive feliz en un hospital psiquiátrico del Loiret, donde ha vivido durante más de setenta años. Imbert lo sigue en su vida cotidiana, cuando conversa con psiquiatras o con el personal administrativo de la institución, cuando viaja a otra ciudad para exponer sus dibujos y sus esculturas, o simplemente cuando está en su cuarto rodeado de sus palomas, mientras cuenta frente a cámara algunos episodios de su vida pasada con su padre, o reflexiones sobre su inesperado rol como artista.
Ya se sabe que Henri-François Imbert
tiene una serie de films muy personales, donde la subjetividad del narrador de
la voz en off es central. Por ejemplo, en Sur
la plage de Belfast, Doulaye une saison des pluies y No pasarán álbum souvenir.
Pero en esta parte de su obra, es decir, en los retratos sobre André
Robillard, por lo menos en los dos primeros films, la voz en off desaparece y
el documental se vuelve más observacional, más enfocado en el personaje, a
pesar de que seguimos escuchando su voz detrás de la cámara, cuando le hace preguntas a
Robillard para generar un diálogo. También desaparece la cámara fija en trípode,
pues Robillard es un personaje que todo el tiempo está en movimiento, entonces Imbert decide ir cámara en mano para poder seguirlo donde vaya, como si los pasos del personaje fueran los verdaderos guionistas del documental.
Algunos documentales observacionales, la mayoría realizados desde la academia, tienen un guión bastante escrito, como si fueran de ficción. En ellos hay drama, suspense, giros inesperados, herramientas que sirven para ejercer cierto control sobre lo que se quiere decir, pero que lastimosamente siempre terminan diciendo lo mismo. Ahora se me ocurre un documental colombiano como ejemplo, paciente: todo está tan escrito dentro de unos lugares tan comunes que uno se pregunta para qué verlo. En cambio en este documental, los guionistas son el tiempo que pasa y el azar de las situaciones, como cuando a Robillard le da una rabieta porque el control remoto de la televisión no funciona y la cámara de Imbert reacciona a la situación. Es decir que uno no ve este documental porque esté esperando que suceda algo creado artificialmente desde el guión, sino porque la amistad que existe entre Imbert y Robillard es un work in progress, un “en chemin” que se va haciendo en el plano, algo orgánico, algo real. Es cómo se teje ese vínculo, cómo se genera ese encuentro, el corazón del documental. Además, uno se conmueve porque descubre que Imbert crea un espacio de escucha y de conversación amplio para el personaje, un espacio lleno de una empatía y una compasión asombrosas, donde también cabe nuestra mirada, donde somos bien recibidos.
Una decisión estética característica del cine de Imbert que sí persiste en este retrato documental es la utilización de imágenes filmadas en 8 mm. En ellas vemos cómo André se pasea por la calle, por el campo, con su cigarro en la boca y sus ojitos saltarines. Los elementos titilan, como hermosos rayos de luz proyectados en un espejo. Esos planos narran algo sobre el tiempo nuestro que se consume como colilla de cigarrillo y sobre el tiempo fílmico que queda resguardado para siempre, como un recuerdo feliz. Algunos planos, sobre todo el de las vacas en el campo, parecen filmados por Robillard, lo que lo convierte en co-autor de la película. Después nos damos cuenta de que él está viendo su propia película, la misma que nosotros estamos viendo. Esto le sirve a él para reconocerse y pensarse como individuo, para reflexionar sobre su identidad y lo que se proyecta sobre él. A esto se suman las fotos de Polaroid que toma y que también contribuyen a resguardar esa amistad, a prolongarla de manera estética después de la muerte. La belleza de esos colores de otra época es similar a la belleza de los dibujos de Robillard, tan centrados en la infancia, con animales, dinosaurios y colores alegres, testigos de su mirada personal sobre la vida.

Las imágenes filmadas en Cologne, Alemania,
fueron las primeras que realizó Imbert sobre Robillard, a principios de los
años 90, por la época en que hicieron el primer film, André Robillard à coup de fusils. Ya son veinticinco años que se
conocen y que filman esa serie de retratos que en realidad son el film sobre una
amistad, sobre cómo se vinculan dos seres humanos a través de una cámara. Esta obra es una lección de ética para los documentalistas, de sensibilidad y de pudor a la hora de acercarse a la persona que van a filmar, sensibilidad que sería bueno desarrollar en las escuelas de cine, en vez de enseñarle a los estudiantes cómo vender su proyecto a una productora o a una convocatoria. Puede que la sensibilidad no se pueda enseñar, no sé, pero es claro que viendo los films de Imbert se aprende que las decisiones del documentalista antes de ser estéticas son éticas; son decisiones que se toman sobre todo para darle un lugar al otro.
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