Stéphane
Ragot es cineasta y fotógrafo. Pero viene de una familia tradicional francesa
donde todos los hombres son militares. Posiblemente, algunos de sus abuelos
coquetearon con el colaboracionismo del mariscal Pétain durante la Segunda
Guerra Mundial; otros fueron de la Legión de Honor y no fueron reconocidos como
hijos legítimos. No se sabe con exactitud. Lo cierto es que existe un pasado
oscuro escondido entre los álbumes familiares, una vergüenza que se ha
transmitido de generación en generación, un secreto jamás revelado, una parte
de sombra en la historia de su familia. Ragot quiere explorar esa sombra, ese
gesto no dicho y repetido durante tantos años. Poco a poco, va desviando su
mirada, desde el centro hasta lo periférico, desde París hasta la campiña
francesa, desde lo privado hasta lo público. Se encuentra con enigmas de su
familia, pero también con secretos guardados de Francia, esa patria oscura tan
solemne y tan bien vestida con sus tres impolutos colores en la bandera.
Decir no a la vida castrense puede generar cierta culpa. Es
una ruptura con la tradición familiar, una especie de traición a la tribu. En
ese sentido, Ragot es un traidor. No sigue la línea habitual de
todos. Se hace a un lado y crea otro rol: el de un hombre artista. Esto le
trae soledad y confusión con respecto a la pregunta sobre quién es, a
qué vino a este mundo. Quizás cierto rechazo del grupo, de la patria. Pero
esa soledad, envuelta en el arte, le brinda el espacio para reflexionar sobre
sí mismo, sobre su identidad, sobre el pasado y sobre los traumas familiares de
los que debe hacerse cargo como fotógrafo. Digamos que en este caso traicionar
es algo positivo. Ragot se responsabiliza dentro de su generación, acepta que
no tuvo que ir a la guerra para defender a nadie y que fue un hijo
privilegiado, alguien distinto a sus antepasados que quizás sí murieron por esa
patria, a veces tan ingrata con los hijos de emigrantes africanos o asiáticos.
París, como cualquier capital del
mundo, maneja cierta arrogancia como ciudad. Ragot nos muestra los desfiles de
militares por los Campos Elíseos, cierta solemnidad de las estatuas en honor a
militares representados como héroes y una arquitectura que expresa elegancia,
antigüedad y tradición. Sin embargo, y esto es lo más potente del documental,
Ragot desplaza esa mirada centralista y se desvía hacia el campo, hacia la
periferia. En ese lugar ya no hay tiempo para tanto disfraz ni para tanto
honor. Ragot, fiel al documental performativo, se desnuda: empieza la
investigación sobre los abuelos, sobre sus oficios, sobre sus alistamientos en
el ejército; incluso hay un desvío de apellidos: Ragot puede que no sea su verdadero apellido; quizás su verdadero apellido es el de un abuelo que pudo
haber sido testigo de las masacres de las SS de los nazis. Y es en ese desvío
donde nace la traición: Ragot habla abiertamente de los pecados de sus
antepasados. Y esto le permite hablar de los pecados de Francia: como el colonialismo
terrible que infligió en Argelia o el desprecio por los migrantes del Maghreb y
de África Negra. Claro que revelar los secretos es una traición. Pero ese es el
papel que le tocó a Ragot y lo hace de manera excelente: sus hermosas
fotografías a blanco y negro reconociendo la diversidad francesa, el derecho al
voto de los que recibieron la nacionalidad, colgadas en lugares
de la patria como el Panteón, son prohibidas. Son
prohibidas porque son fotografías que muestran una verdad oculta, una posición
personal frente a la historia oficial, algo que a la nación no le interesa
reconocer porque revela su imperfección, su violencia colonialista disfrazada
de libertad democrática. Desde el punto de vista de la patria, Ragot es un
traidor. Pero desde afuera, es un artista, un fotógrafo, alguien que trae luz a la Historia.
Ragot plantea su documental como una especie de fotografía análoga: una imagen
disparada en un instante, guardada en la oscuridad de un rollo de película que,
dentro del laboratorio, después de echarle el revelador, el agua y el fijador,
va pasando de la oscuridad a la luz. La imagen se va aclarando hasta que la
vemos nítida. Hay vergüenza, pero también orgullo. Hay una identidad personal
transformada, pero también la posibilidad de una identidad colectiva capaz de
reparar sus errores, capaz de aceptar su racismo y su desaforada ambición en
saquear los países del sur. En sí, Ragot, al igual que sus abuelos, también
dispara. Pero él no aprieta el gatillo de un arma para oscurecer la vida de
otra persona; él dispara el botón de su cámara, para que se haga la luz y se
revele lo humano.
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