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"Fotografiar la traición", Patria Obscura (2013) de Stéphane Ragot




Stéphane Ragot es cineasta y fotógrafo. Pero viene de una familia tradicional francesa donde todos los hombres son militares. Posiblemente, algunos de sus abuelos coquetearon con el colaboracionismo del mariscal Pétain durante la Segunda Guerra Mundial; otros fueron de la Legión de Honor y no fueron reconocidos como hijos legítimos. No se sabe con exactitud. Lo cierto es que existe un pasado oscuro escondido entre los álbumes familiares, una vergüenza que se ha transmitido de generación en generación, un secreto jamás revelado, una parte de sombra en la historia de su familia. Ragot quiere explorar esa sombra, ese gesto no dicho y repetido durante tantos años. Poco a poco, va desviando su mirada, desde el centro hasta lo periférico, desde París hasta la campiña francesa, desde lo privado hasta lo público. Se encuentra con enigmas de su familia, pero también con secretos guardados de Francia, esa patria oscura tan solemne y tan bien vestida con sus tres impolutos colores en la bandera.

 


                Decir no a la vida castrense puede generar cierta culpa. Es una ruptura con la tradición familiar, una especie de traición a la tribu. En ese sentido, Ragot es un traidor. No sigue la línea habitual de todos. Se hace a un lado y crea otro rol: el de un hombre artista. Esto le trae soledad y confusión con respecto a la pregunta sobre quién es, a qué vino a este mundo. Quizás cierto rechazo del grupo, de la patria. Pero esa soledad, envuelta en el arte, le brinda el espacio para reflexionar sobre sí mismo, sobre su identidad, sobre el pasado y sobre los traumas familiares de los que debe hacerse cargo como fotógrafo. Digamos que en este caso traicionar es algo positivo. Ragot se responsabiliza dentro de su generación, acepta que no tuvo que ir a la guerra para defender a nadie y que fue un hijo privilegiado, alguien distinto a sus antepasados que quizás sí murieron por esa patria, a veces tan ingrata con los hijos de emigrantes africanos o asiáticos.

 

 

    París, como cualquier capital del mundo, maneja cierta arrogancia como ciudad. Ragot nos muestra los desfiles de militares por los Campos Elíseos, cierta solemnidad de las estatuas en honor a militares representados como héroes y una arquitectura que expresa elegancia, antigüedad y tradición. Sin embargo, y esto es lo más potente del documental, Ragot desplaza esa mirada centralista y se desvía hacia el campo, hacia la periferia. En ese lugar ya no hay tiempo para tanto disfraz ni para tanto honor. Ragot, fiel al documental performativo, se desnuda: empieza la investigación sobre los abuelos, sobre sus oficios, sobre sus alistamientos en el ejército; incluso hay un desvío de apellidos: Ragot puede que no sea su verdadero apellido; quizás su verdadero apellido es el de un abuelo que pudo haber sido testigo de las masacres de las SS de los nazis. Y es en ese desvío donde nace la traición: Ragot habla abiertamente de los pecados de sus antepasados. Y esto le permite hablar de los pecados de Francia: como el colonialismo terrible que infligió en Argelia o el desprecio por los migrantes del Maghreb y de África Negra. Claro que revelar los secretos es una traición. Pero ese es el papel que le tocó a Ragot y lo hace de manera excelente: sus hermosas fotografías a blanco y negro reconociendo la diversidad francesa, el derecho al voto de los que recibieron la nacionalidad, colgadas en lugares de la patria como el Panteón, son prohibidas. Son prohibidas porque son fotografías que muestran una verdad oculta, una posición personal frente a la historia oficial, algo que a la nación no le interesa reconocer porque revela su imperfección, su violencia colonialista disfrazada de libertad democrática. Desde el punto de vista de la patria, Ragot es un traidor. Pero desde afuera, es un artista, un fotógrafo, alguien que trae luz a la Historia.

 


                Ragot plantea su documental como una especie de fotografía análoga: una imagen disparada en un instante, guardada en la oscuridad de un rollo de película que, dentro del laboratorio, después de echarle el revelador, el agua y el fijador, va pasando de la oscuridad a la luz. La imagen se va aclarando hasta que la vemos nítida. Hay vergüenza, pero también orgullo. Hay una identidad personal transformada, pero también la posibilidad de una identidad colectiva capaz de reparar sus errores, capaz de aceptar su racismo y su desaforada ambición en saquear los países del sur. En sí, Ragot, al igual que sus abuelos, también dispara. Pero él no aprieta el gatillo de un arma para oscurecer la vida de otra persona; él dispara el botón de su cámara, para que se haga la luz y se revele lo humano.


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