Federico, dice la madre. Federico.
Durante todo el ensayo, la madre está muda. Los médicos dicen que puede ser algo psicológico; el padre dice que es una decisión, una suerte de venganza hacia la familia, una puesta en escena. No se sabe. Federico la acompaña a las citas médicas, a sus terapias en la piscina, a descansar en la montaña; habla de su pasado, cuando ella tuvo cercanía con la insurgencia colombiana de las Farc; cuando (supuestamente) lo filmó a él con una cámara 8 mm disfrazado de niño guerrillero. Uno cree que Pirotecnia va a ser un film autobiográfico, de esos que siguen al familiar en su enfermedad hasta que se muere y el espectador llora. Pero no. El mutismo de la madre cambia los planes del film. Lo convierten en otra cosa. En una especie de deriva, de exploración por diferentes tipos de imágenes.
El narrador parece angustiado por el silencio de su madre. Su forma de tramitar esa angustia es hablando. Por eso habla durante todo el film: porque la palabra da la sensación de llenar el vacío, de controlar la angustia. Pero la angustia, algo estancada, algo difícil de tramitar, se transforma en una especie de obsesión por mirar más allá de las imágenes, por desnudar sus falsas apariencias. Entonces, de la posible simulación de su madre, se viaja a otro tipo de simulaciones, como una de las primeras en la historia del cine colombiano: cuando recrean el atentado al presidente Rafael Reyes y la posterior ejecución de los insurgentes; las imágenes son creadas, especialmente, para disuadir a los ciudadanos de hacer lo mismo: para generar miedo y control. Luego, se pasa a los falsos positivos, esa escabrosa práctica del ejército colombiano durante la presidencia de Álvaro Uribe, que consistía en disfrazar de guerrilleros a civiles asesinados injustamente para demostrar que se estaba ganando la guerra: un positivo significaba un guerrillero caído en combate. Y ver el cadáver del positivo significaba victoria. También se pasa de imágenes a blanco y negro de indígenas, de reportajes heroicos sobre guerrilleros en la selva a imágenes urbanas que parecen representar una pesadilla. Y se llega hasta filmaciones de partidos de fútbol donde, por primera vez, se utilizó la repetición y los distintos ángulos para determinar si era una falta verdadera o una simulación del jugador. Al final, no importa qué tipo de imagen sea; siempre hay simulación, siempre hay puesta en escena. Lo importante es saber para qué se hace esa simulación: qué efecto crea en el que mira.
Cuando Federico se filma en silencio frente a un vidrio de la ciudad de Bogotá, con una videocámara vieja, siento que está diciendo algo sobre los documentales autobiográficos. O mejor, los está criticando. Con ese zoom lento está enterrando ese plano repetido que se ha visto tantas veces en los últimos años: parece que ya no hay nada qué decir frente al espejo, por lo menos nada que venga desde el yo, ahora es el momento de silenciarse frente a la imagen de Narciso, para poder mirar a los otros, para poder analizar las imágenes del país, para saber qué historia macabra nos está contando la oficialidad, con qué intención se crean las imágenes que nos muestran. A esta crítica al documental autobiográfico, se suma la secuencia en que Federico visita a Jorge Pretelt, un tipo que le ha descargado imágenes familiares a un sinfín de jóvenes realizadores que quieren hacer un documental autobiográfico sobre el papá, la mamá o el abuelo: el mismo documental ombliguista que se viene haciendo hace más de veinte años... Y Federico cae en cuenta que él está haciendo lo mismo que todos: una suerte de egocentrismo poético disfrazado de profundidad metafísica. Sin embargo, con el hecho de criticar ese gesto repetido, de decir que está haciendo lo mismo que todos, Federico se desmarca y convierte Pirotecnia en otra cosa más allá de un documental autobiográfico. Todavía no sabemos bien en qué. Quizás en un ensayo: una idea se conecta con otra de manera creativa, el pensamiento fluye como un río, nada es definitivo; o en una especie de arqueología de las imágenes: porque Federico utiliza su mirada como espátula y, mientras quita el polvo de la mentira, descubre el origen de la puesta en escena: viaja al pasado de Colombia y se da cuenta que desde el inicio se ha venido repitiendo el mismo gesto, la misma recreación, con el mismo objetivo: el poder siempre crea representaciones de muertos para generar miedo en las personas y así lograr controlarlas o quitarles sus tierras.
Me acuerdo que, en una Midbo, quizás la de 2019, el realizador confesó que él no era el niño disfrazado de guerrillero, que eso era una mentira, una simulación. Solo lo había dicho para poder vincular su historia personal a la historia de Colombia. A mí no me molestó en lo absoluto. Tampoco esperaba o creía que su documental fuera sobre la verdad. Me ayudó incluso a reflexionar que la misma película es una puesta en escena, algo que el realizador recreó para desarrollar una reflexión sobre cuál es el poder de las imágenes y qué efecto tienen en el espectador; sobre todo esas imágenes oficiales que invitan a sentir felicidad por ver el cadáver de un guerrillero muerto, pero que censuran cuando se descubre que ese guerrillero en realidad era un civil inocente, un campesino desconocido. Es decir que algunas imágenes son válidas para crear miedo y control; y otras imágenes son prohibidas cuando se trata de desenterrar cuerpos de desaparecidos, de personas inocentes que la misma oficialidad mató. Parece como si la imagen fuera una sola y la pantalla fuera una especie de palimpsesto, una suerte de hoja en blanco donde siempre han escrito la misma historia con la misma tinta de sangre. La única opción, frente a esas imágenes que revientan como fuegos artificiales, es observar su fulguración.
Federico, dice la madre, o una voz que parece la de la madre. No hay sosiego. Al contrario: hay desconfianza en lo que vemos y lo que escuchamos. Porque ya vimos actores disfrazados de pobres, como en "agarrando pueblo" de Carlos Mayolo y Luis Ospina. Ya vimos una exhumación de cadáveres desaparecidos totalmente actuada, teatral, fingida. Y es posible que ahora nos encontremos en otra ficción. Incluso podemos pensar que ya no estamos frente a un ataúd, sino dentro de una pesadilla soñada por un paramilitar justo en el instante en que cierra los ojos, antes de confesar sus crímenes de falsos positivos. Hay que desconfiar de las imágenes que nos muestran.
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