Desde que tumbaron las torres gemelas, el mundo se volvió extraño. Estados Unidos prendió las alarmas, declaró la guerra a los terroristas, la seguridad se volvió el tema más importante a nivel mundial. Bush invadió Irak porque supuestamente tenían peligrosas armas nucleares, a pesar de que los informes decían que no era verdad, y arrasó con la población iraquí. Luego, en la « pacificación », llevó a todos sus amigos petroleros para hacer negocios, en nombre de la libertad y la democracia. Después se fueron a Afganistán, a Siria y no demoran en hacer unos hermosos hoteles de lujo en la bombardeada franja de Gaza.
En Colombia también sucedió algo extraño. En 2002, apoyado por los paramilitares, llegó al poder Álvaro Uribe, un tipo que llamó a su plan de gobierno la « seguridad democrática », y que también le declaró la guerra al « terrorismo », una categoría donde metió a guerrilleros de las Farc y el Eln, pero también a defensores de derechos humanos, sindicalistas, gente de izquierda, campesinos, indígenas que protestaran contra el despojo de tierra por parte de los paramilitares, y todo aquel que pensara diferente a él. Los ocho años que estuvo en el poder se dedicó a la guerra, al exterminio del « enemigo ». Y el resultado, como en el gobierno de Bush, es que sus amigos ganaderos, banqueros y narcotraficantes se quedaron con la mitad del país.
Cuerpos frágiles es un documental realizado a partir de imágenes capturadas de la televisión colombiana y de internet entre 2008 y 2010. Con una voz en off ensayística que reflexiona sobre aquellas imágenes, pero también sobre conceptos como el enemigo, terrorista, libertad, democracia, cuerpos y muerte. El ritmo del montaje es acelerado. Se arroja una noticia después de la otra, como un lanzagranadas. O como uno de los bombardeos que hizo Juan Manuel Santos, el ministro de Defensa de Uribe, para asesinar al guerrillero Raúl Reyes, tema central del film. Ese ritmo expresa la tensión política de ese momento, una situación de guerra. Y el efecto que produce en el espectador, como se planeó desde la caída de las torres gemelas, es el miedo. Miedo al « enemigo ». Por ende, necesidad de ser protegido, de querer seguridad. Esa es la forma de controlar los cuerpos a través de la televisión. La forma que tiene el poder de someternos. Y la única vía de escape, como lo hace la voz de Oscar Campo, es hacerse preguntas. Desarmar el discurso y ver qué nos quieren decir con esa estética. Ver hacia dónde nos están llevando sin que podamos mover ni un solo dedo.
El personaje que habla, bombardeado por imágenes de heroísmos y de justificación de la guerra, confiesa que su discurso es fragmentado, no lineal. Parece como si le hubiera caído una bomba y su cuerpo y su mente se hubieran descuartizado, cortado en pequeños trozos. Esa fragmentación da cuenta de cierta esquizofrenia, de un discurso desordenado y angustiante, como lo fue esa época en que solo se veían helicópteros en el cielo y se escuchaba en el televisor a Claudia Gurisatti hablando de comunismo y de guerrilleros malvados que deberían ser "ajusticiados" en nombre de la libertad. O de imágenes de conciertos en la frontera con Venezuela, con gente vestida sombríamente de blanco, alabando a Uribe, el salvador, el Fuhrer. Como en todos los films de Oscar Campo, el narrador analiza la guerra colombiana y el resultado siempre es el mismo: vamos directo al agujero: cada vez estamos más paranoicos, cada vez estamos más obsesionados con la violencia, llenándonos de argumentos para asesinar al vecino sin sentir culpa, disfrutando y estando felices de ver el cadáver ensangrentado del "enemigo".
De los noticieros y las imágenes capturadas en internet pasamos a publicidades realizadas durante el gobierno Uribe, imágenes de propaganda muy en la onda de Leni Riefenstahl, donde el soldado colombiano es un gran héroe de la patria, alguien que supuestamente nos protegerá, aunque, en realidad, es capaz de asesinarnos si sospecha que somos de izquierda, es decir "terroristas". O de imágenes bélicas inspiradas en guerras donde supuestamente se luchaba por la libertad: soldados de todas las épocas disparando al « enemigo », como en un eterno retorno, arrasando con las poblaciones para que la tierra quede libre y así los amigos del presidente puedan llegar a hacer negocios. Pero en este punto del documental, ya todo lo miramos desde el ojo sospechoso y paranoico del narrador; también lo desarmamos y nos damos cuenta de que todo es una puesta en escena para justificar la muerte del otro, para asesinarlo sin remordimiento porque es un cuerpo sin identidad, deshumanizado.
En un momento, Oscar Campo y Rodrigo Ramos, su montajista, aparecen en el plano. Son dos personas que miran y que también han venido controlando nuestra mirada, también la han venido bombardeando y han ejercido poder sobre nosotros. Muestran el timeline, hacen clic, organizan la realidad fílmica a su gusto. Ese es otro recurso del cine de Oscar Campo, algo brechtiano, que lo saca a uno del entretenimiento y que dice: "vea, despiértese, yo no soy inocente ni perfecto, yo también le estoy vendiendo una lectura de la vida, yo también estoy direccionando su mirada hacia mi mundo. Vea, párese, invente su propia mirada sobre este tema de la guerra en Colombia, sobre el enemigo y el terrorismo, etc". Y al final Campo pega una patada dejándolo a uno solo, siendo visto por ese poder que nos mira y no nos mira, reflexionando sobre el horror orwelliano de la pantalla que todo lo ve.
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